El cabronazo de Yago sonreía mientras Maksim Orlov le empalaba, le penetraba, le taladraba ese culazo brasileño con su gorda tranca de veinte centímetros bien puestos, sacándola y volviéndola a meter entera de principio a fin dentro de su acogedor agujero, impulsándose hacia arriba utilizando los muslos del chaval como colchón y después dejando caer el peso de su cuerpo jodiéndole con la polla tiesa.
Cada vez que ese mamonazo sonreía con esa carita guapa, Maksim se encabronaba más. Ya lo hizo mientras le comía la verga, más gorda que la abertura de su boca, por la que apenas le cabía el cipote, pero macho, que le estuviera atravesando el culo con una buena porra, se la tragase toda entera y siguiera con esa cara de felicidad en la que apenas se dibujaba el más leve rastro de algo de dolor, hacía que Maksim cada vez le zumbara el ojal con más fuerza.
A cuatro patas, bocarriba juntando sus piernas para que le entrara más ajustada, dejándose cabalgar. Ese muchachote sabía cómo reconvertir el dolor en placer. Intimaron y hasta llegaron a enamorarse un poquito cuando Yago saltaba sobre su polla. El chaval se inclinó hacia adelante juntando su frente con la de Maksim. Yago miraba fijamente a Maksim a los ojos, echándole toda su respiración agitada y Maksim estaba hipnotizado con el movimiento de la cadenita de oro que el chavalín llevaba al cuello. Le gustaban los tios musculosos y fibrados con cadenas al cuello o con esas chapas del ejército. Le ponían bien burraco.
Le dio la vuelta y se lo folló en volandas. Sintió sus pies templados plantándose en sus pantorillas, el calor de la espalda en su pecho, sus pomposas nalgas estrujándose en sus caderas. Los cargadísimos cojones de Maksim comenzaron a elevarse más y más hacia la base de la polla y terminó llenando ese culazo de leche. Sacó la polla del culo. El cipote rozó su entrepierna y sus muslos, dejando tras de sí un rastro de semen.