Después de echarse unas pachangas al baloncesto en la pista del instituto, a Finn Harding se la ponía durísima ir a los vestuarios y disfrutar a solas de su cuerpo atlético y de su larguísima pirula. Según se azotaba con ella sobre la palma abierta de su mano, no podía menos que morderse el labio inferior de su boca apreciando los movimientos y la robustez de su plátano que parecía un poderoso chorizo con el pellejo bien puesto cubriendo el glande.
No era por alardear, pero sabía que estaba bien bueno y que ningún chaval del insti podría resistirse a su rabo. Retozar por los vestuarios y correrse en los gayumbos que había llevado todo el día puestos le excitaba sobremanera. Unos calzones que a menudo olvidaba por alguna parte y que se convertían en objeto de fetiche para guaperas como Devy, que al encontrárselos allí, no se le ocurrió otra cosa que esnifarlos y hacerse una paja antes de que llegaran el resto de chicos a las duchas.
Los cogió por la faja de goma, se los llevó a las napias, inspiró profundamente y al instante reconoció ese olor a lefa reseca que le ponía cachondo. Se los plantó bien en los morros aspirando todo ese aroma a hombre y cuando más olía más dura se le ponía. El dueño de los gayumbos apareció recién salido de la ducha y Devy sólo tenía dos opciones: guardarse el rabo bajo los pantalones de deporte o seguir con lo que estaba haciendo.
Y puesto que ya lo habían pillado con las manos en la masa, eligió seguir haciéndose una paja. Finn respondió apoyándose en el dintel de la puerta y amasándose el paquetón por encima de la toalla blanca que enseguida dejó caer a posta. Lo hizo aprovechando que ese chulazo rubio le miraba desde el banquillo con sus ojitos claros y enamoradizos. La toalla cayó al suelo y dejó que el chaval viera lo larga y amorcillada que la tenía.
Devy miró fijamente esa preciosa churra que rebotaba hacia arriba y hacia abajo, completamente encapuchada, con el pellejo dibujando la forma perfecta de un capullo. Soltó los calzones en el banco de madera, fue hacia Finn, se puso de rodillas y se atragantó con el rabo dentro de la boca. Sus tremendas ganas de comérsela, unido a que la forma de la pija de Finn engañaba y parecía más fina de lo que realmente era, le provocó unas buenas arcadas cuando intentó jalársela hasta las pelotas.
No estaba habituado a comer pollas, nadie te enseñaba a hacer eso, pero sabía por instinto cómo amasarla entre sus labios para darle gustito. Su técnica era un poco bestia, pero es lo que le nacía hacer cuando le molaba una buena pirula y la necesitaba de forma imperiosa. Empezaba a hacer calor en los vesrtuarios y sus musculosos cuerpazos comenzaron a bañarse en un sudor que resbalaba por sus fornidos hombros y pectorales.
En cuanto se dio la vuelta para darle culo, Finn vio que Devy, además de muy guapo, era un chico muy bien dotado, de esos que cuando están en las duchas y se inclinan para quitarse los calzones o para recoger la toalla, se les marcan unos buenos testículos y el rabo colgando entre las piernas. Sin dejar de admirar esa polla bien tiesa que se le salía de los calzones, se detuvo entre sus nalgas porque el chaval tenía un señor culazo.
Los dos ya estaban completamente desnudos. La toalla y las prendas íntimas acompañaban al suelo. Finn se sentó en en banco frente a las taquillas y le bastó mantener su pirula tiesa haciéndola cilimbrear con el pulgar empujándola por la base, para que Devy se derritiera por sus huesos y decidiera clavársela a pelo sentándose encima.
Entró apretadísima y no escatimó esfuerzos haciéndole una buena paja con el pandero, sintiendo todo lo larga que era y lo dura y gorda que se estaba poniendo en su interior. Devy se levantó, se puso mirando hacia las taquillas y Finn acudió detrás de él para metérsela por el culo. Se estaban haciendo buenos amigos. Devy giró un poco el torso para mirar hacia atrás y agachó la cabeza para nutrirse la vista con el alucinante torso de Finn, todo definido y lleno de músculos.
Los compañeros de su equipo creían que era el follarín del grupo, el que se traía a las nenas todas locas. Le encantaba que otro chico descubriera la realidad, lo mucho que le molaban las pirulas y los machos. En cuanto Finn se tumbó en el banco, Devy se coló entre sus piernas y volvió a chuparle el rabo dándole lube para volver a cabalgarle, esta vez saltando al galope, dejando que su polla se estampara sobre esos duros abdominales de hierro.
El calor en los vestuarios se incrementó por momentos y el vicio siguió el mismo camino. Intercambiaron las posiciones y Devy acabó sobre el banco bocarriba bien follado. Cuando la polla de Finn salió de su culo, fue para correrse. Devy sintió unos chorretes de lefa plantándose y chorreando entre sus nalgas, luego la larga pirula de Finn rebozandose por encima y volviendo a meterse dentro de él. Aprovechó ese momento para pajearse y correrse encima. Todavía se estaba estremeciendo de gusto cuando Finn se inclinó y le plantó un beso en los morros que le moló. Devy todavía estaba en una edad en la que no era capaz de distinguir entre vicio y amor, pero aquel beso le hizo empezar a tener algunas cosas más claras.