Se estaba derritiendo como un helado a pleno sol. A medida que sobaba ese paquete enorme y gigante bien relleno de Jay Carter, a medida que crecía hasta casi reventar, notando el calor del miembro supurando por la tela, calentando su mano, poniéndose duro y enderezando su alargada forma, Santi Konnor se sentía cada vez más como un trozo de mantequilla sobre una sartén, a punto de fundirse en la boca y el cuerpo de ese potente macho.
Se puso a gatas entre sus piernas, se la sacó por donde se le saca a un hombre para mear y comenzó a lamerle el tronco, a besar su polla, a lengüetear su frenillo con desenfreno. Tiró de la goma y la muy puta salió danzando. Es su inetento por ponerse dura, todavía estaba amorcillada y seguía buscando su auténtica forma. Salió rebotando hacia abajo, reposando sobre unos enormes huevos cargados de leche que más tarde Santi se encargaría de ordeñar.
La disfrutó así semi blandita, con el capuchón puesto, pero tan grande que ya así era mucho mayor que muchas de las pollas que Santi había visto en su vida. Se llenó la boca de rabo. Se la zampó enterita ahora que podía. Era como zamparse un buen trozo de nube de gominola, solo que este, lejos de deshacerse en la boca, al contrario, no hacía más que crecer, como el maiz convertido en palomitas en una sartén.
Un par de mamadas y el pollón de Jay creció el triple de gordo y de largo. A Santi se le hizo difícil hasta comerle el cipote. Pero eso no le amedrentó. Se armó de valor y sin taponarse la nariz cogió aire y se metió toda esa gigantesca maquinaria hasta el fondo. Lástima que la puta goma de los calzones le impidió saborear la gloria de sus formidables cojones.
Se los quitó. Con el meneo, el rabo cayó por su propio peso hacia adelante, un buen colgajo entre sus piernas, con la punta del cipote rozando el sofá en el que estaba sentado. Santi agachó la cabecita, le recogió el capullo con la lengua y se la metió dentro de la boca, dispuesto a no parar de mamar hasta sacarle todo el jugo a ese rabo, hasta hacer que creciera hasta sus límites.
Había clases de pollas de veinticuatro centímetros y clases de polla de veinticuatro centímetros. Esa no era la de un pipiolo que de repente se bajaba los gayumbos y te daba la sorpresa con una larga y fina vara. La de Jay era de otro planeta. La de Jay le recordaba a la de esos comics donde sus autores dejaban volar la imaginación y creaban personajes con pollas de fantasía que sólo cabían en los más cerdos y lujuriosos sueños.
Se la cogió por la mano y empezó a menearla, mirando la marca hasta donde habían llegado sus labios, poco más de la mitad. Estaba calentita, bastante rígida pero a la vez maleable, lo que le otorgaba a esa picha la merecida etiqueta de pollón. Al crecer, el pellejo que antes lo recubría, dejó ver por fin el cipote. Enorme como todo en ese tio, gigantesco, rompeculos, brillante y esplendoroso, como el caballero perfecto que se gana el favor de las nenas y el derecho a entrar por cualquier hueco.
Volvió a intentar merendársela entera hasta los huevos. Lo hizo. La polla se dobló cuando le atravesó la garganta y los dos se quedaron satisfechos. Era tan grande que no pudo evitar darle algún que otro mordisco, aunque las venas que surcaban el gigantesco miembro le calmaban al notarlas hinchadas al frotarle la polla entre los labios.
Se la sacó de la boca y la dejó caer. La observó unos segundos. Eso es lo que siginificaba la palabra polla en todo su esplendor, el ver algo que te gusta, colgando entre las piernas de un tio, el desearlo tanto que te empalmas, te entra un hambre voraz y ganas de correrte entero. Le cogió de los huevos levantándole la polla sobre ellos y metió la lengua en el lugar más caliente y exquisito, entre las pelotas y la base del rabo.
Santi se puso a cuatro patas sobre la cama, con la cabeza pegada a las sábanas y el culo hacia arriba. Por primera vez no sabía si esa iba a ser aquella en la que no le cabría una polla por el culo, sobre todo después de haber chupado lo que acababa de chupar. Confió en su culazo, musculoso y con un agujero acogedor que deseaba la entrada de cualquier hombre que lo mereciera. Confió en las ganas de rabo que tenía.
Hizo bien en confiar. En pocos segundos tuvo esa majestuosa polla navegando sin condón por el interior de su ano, los enormes huevazos de Jay chapoteando en su trasero. Un cachetazo, y otro, y otro más. Una gigantesca barra de carne caliente atravesándole el agujero, un par de pelotas que chocaban con las suyas, unos muslos y caderas calientes que impactaban sobre sus nalgas.
Unas manos grandes y fuertes agarrándole por las caderas. Santi cerró los ojos y se dejó follar el culo, sumergido en un mar de sensaciones. Podía haber estado así todo el puto día, hasta que el agujero de su culo dijera basta. Estaban hechos el uno para el otro. Pero decidió regalar a ese macho una cabalgada dándole la espalda, dejando que disfrutara de las vistas de un hermoso culazo tragándose toda su vara.
Santi le regaló un bailecito inolvidable, moviendo las caderas a buen ritmo, tragándose toda la polla, haciendo que le bailasen hasta los huevos. Casi perdió el control, cuando Jay le echó hacia atrás y lo tumbó en volandas sobre su escultural y grandísimo cuerpo intentando culearle desde abajo. Si ese macho conseguía su propósito, Santi estaba perdido, se correría en un satiamén.
Se inclinó de pie sobre el colchón y dejó que le diera de nuevo por detrás. Nada le hacía más feliz que sentir el impacto de esos pedazo de cojones inflándole a hostias. Se dio la vuelta, se tumbó y miró a su follador cara a cara mientras le penetraba a fondo. Jay era tan alto que el culazo de Santi quedaba en una posición bastante elevada, suficiente para ver cómo esa gordísima polla le reventaba el ojete.
Las vistas eran tan evocadoras e irresistibles que Santi supo que había llegado el momento. Se hizo una paja a toda máquina, avisó de que se corría y cumplió su promesa, lanzando zigzags de lefotes en todas direcciones sin poder controlarlos y gimiendo como una putita al soltarlos.
Se puso de rodillas y con la cara debajo de la gigantesca polla. Si un tio la tenía así y unos huevos tan grandes, tenía que tener una buena reserva de leche sólo apta para los más cerdos. Qué puta maravilla el inicio de esa corrida. La leche acumulándose en la punta del cipote en un buen calostro y cayendo hacia abajo dibujándole un bigote pringoso que resbaló por su mejilla. Se zampó la polla una vez más y le chupó todo el esperma.
La lefa goteaba por toda su cara, por la polla, cubriendo el suelo de blanco, haciéndolo cada vez más resbaladizo. Santi sonrió poniéndose el enorme rabo recién corrido sobre la cara, sintiendo su calorcito y su peso. Un colgajo de semen goteaba por su barbilla y cayó sobre sus abdominales. Se quedó bien feliz, con los morros blancos de abundante leche, cerdeando todo lo que pudo, nutriendo sus más cerdas fantasías.