Hasta la redacción habían llegado algunas fotos del modelazo al que Leo Rosso iba a tener que fotografiar esa tarde. Leo era ante todo un profesional, pero cuando llegaba un tio así de guapo y buenorro como Kike Gil, una vez lo enviaba a cambiarse de ropa al piso de arriba, no podía evitar subir las escaleras lo justo como para poder ver cómo lo hacía, como si se hubiera metido en los probadores de una tienda y estuviera corriendo la cortina.
No lo hacía sólo para mirar, sino para alegrarse la vista y amorcillarse la sota de bastos por encima de los pantalones. Maestro del disimulo, si bien la mayoría de veces podía esconder sus sentimientos detrás de la cámara, esta vez no pudo. Y no pudo porque su cuerpo se acercaba al de Kike una y otra vez como un imán durante la sesión de fotos.
Un retoque de pelo por aquí, una arruga en el pantalón por la parte del trasero, una pelusa en la barbita. Cualquier excusa era buena para tocarle, pero hasta un ciego se habría dado cuenta de lo que quería ese tiarrón de metro noventa que cada vez tenía la cara más sonrojada y ya apenas podía esconder entre las piernas la tienda de campaña que había montado.
Por suerte para él, Kike estaba muy predispuesto. Le gustaban los tios fuertes y grandes, dominantes y con una buena tranca. Ambos se echaron mano a los paquetes y desataron la furia de sus labios dándose el lote bajo los focos del estudio. Kike le sacó la porra por la bragueta y se la mamó como un cerdo. El fotógrafo la tenía gordísima y bien larga, tanto que se le llenó la boca al instante nada más calzarse el cipote entre los labios.
Con su mano experta le sacó la huevera y le comió las pelotas mientras la enorme polla mojada con su saliva y el cipote a flor de piel rebotaban sobre su frente y su nariz. Leo adoraba la belleza masculina y puso a cuatro patas a Kike para inspirarse. Qué muslazos, qué pedazo de culo redondito y peludo. Le plantó las manos en las nalgas, le pegó un meneo para hacer que se movieran como flanes y con los pulgares estiró hacia afuera para dejar a la vista el agujero de entrada y meter los morros.
Entre otras muchas cosas, tenía un fetiche. Cuando Kike se dio la vuelta, le cogió una pierna, en la que todavía tenía los calcetines puestos. Aprovechó la suavidad, la textura y el calor del pie para colocar encima la polla y hacerse una paja. Después le metió el tochaco de pollón por el culo, sin condón, atravesándole el ano y empotrándole, disfrutando de lo guapo y buenorro que estaba ese chulazo. Kike se amarró a su corbata intentando no volverse loco mientras esa bestial porra le dejaba el ojete abierto con un buen diámetro.