En el instituto, los compañeros de Andrea High no paraban de hablar de las virtudes de los tios árabes. Aquellos que lo habían probado, ya no querían otra cosa. Decían que raro era el que no tenía una polla jodidamente gruesa, gorda y gigante, de esas que apenas te cabían en la boca, que después te agarraban por el culo y te lo jodían hasta hacerte un agujero que te impedía andar como era debido en varios días.
Cerca del fin de las vacaciones, Andrea ya estaba deseando volver a clase y poder contar a sus amigos que todo eso que decían era cien por cien real. Jamás olvidaría aquel verano en el que, día sí y día también, esperaba a Ramses en la cueva, un lugar en ruinas, con paredes estrechas de ladrillo parcialmente pintadas. Ramses se presentaba allí metiéndose la mano por debajo de los pantalones, ajustándose la enorme polla que ya empezaba a crecerle en los calzones, pensando en el culito apretado de ese rubito guaperas y en cómo se lo iba a trajinar después de un duro día de trabajo de sol a sol trabajando de currela en las obras.
Le bastaba una señal con la manita para que Andrea fuera al encuentro de su dueño y se pusiera de rodillas a comerle la polla. La tenía tan gorda que aquello parecía una firme penetración en toda regla y lo que le gustaba mirar esos labios chupando su rabo no estaba escrito en los libros. La diferencia entre ellos dos, tan abismal, era lo que le ponía cachondo.
Ramses le sacaba una cabeza de altura, era un tio robusto, fuerte, musculado, grandote, con una verga gordísima y unos huevotes cargados de esperma para dar y regalar. Andrea era un chavalín rubito delgado, con cara de malote, un rabo en la media de los zagales de su quinta con los cojones colgando pero tenía algo que era lo qe Ramses deseaba cada día para relajarse, un culito precioso donde cobijar su pija.
Le encantaba agarrarlo a dos manos, sentir su textura suave, esas dos buenas nalgas llenando sus palmas, ponerlo mirando contra la pared, escupirse en la mano, engrasarse la polla y calzarla sin condón dentro de ese culito apretado que no le daba más que alegrías. Después de varios días, ya se había acostumbrado al tamaño de su gruesa verga y se la zampaba por el agujero de puta madre, pero las primeras veces vaya que si le costó abrirle el ojal, recordando siempre el momento en el que le desvirgó por primera vez y le hizo suyo para siempre.
Esas primeras veces ponía cuidado, controlando sus instintos más primarios. Pero ahora no, ahora mecía las caderas hacia adelante y hacia atrás con fuerza, metiéndole unas buenas tandas de pollazos hasta partirle el culo en dos. El cabroncete se había vuelto un cerdete en sus manos y ahora le gustaba que le escupiera, que le insertara la polla hasta los huevos, que le metiera de hostias y le tapara la boca mientras se lo follaba, haciéndole sentir una buena puta.
Andrea se dejaba hacer de todo encantado, disfrutando de la tranca de ese macho árabe pollón dentro de su cuerpo, penetrando su culito apretado y delgadito, de las vistas de su fornido cuerpazo morenito y tatuado. Se derretía al sentir el calor de esas manos grandes sobre su cuerpo, cuando Ramses se abalanzaba hacia adelante, todavía dentro de él y le gemía a la cara.