No llevaba un tanga, pero el tamaño del rabo de Robert Royal hacía que sus calzones tipo slip se asemejasen a uno. Rico Vega no paraba de sobárselo, de pajearlo por encima de la tela, a punto de salirse por un lateral. Al final se la sacó por arriba. Los huevos y un tercio de la polla se quedaron en los gayumbos. Le agarró el resto que quedó a la vista, tremendamente largo, permitiéndose unos movimientos con la mano hacia arriba y hacia abajo con tanta libertad que parecía que se la hubiera sacado entera.
Tiró de la goma hacia abajo para ver toda esa dote y flipó. Sin poder controlarlo, una media sonrisa de vicio se dibujó en su cara. Entre el índice y el pulgar la agarró lor los laterales de la base y la hizo mecerse toda dura de un lado a otro, varias veces. Mmmmm, pensó, qué pedazo de rabo me voy a comer. Y se la mamó. La hizo suya en un momento chupándola de abajo a arriba, embadurnándola con su saliva y después llenándose la boca con ella.
Con lo guapo y atractivo que era y el cuerpazo que tenía, seguramente Rico no recordaba ya si alguna vez un tio se había bajado los calzones y no la tenía dura ya. Provocaba erecciones allá por donde pasaba. Robert le puso una mano en el cuello. Lo tenía calentito y disfrutaba mirando la mamada y sintiendo cómo ese guaperas subía y bajaba la cabeza con su polla dentro de la boca. A veces le hacía subir para besarle. Era alucinante morrear a un tio y probar el sabor de tu propio rabo cuando subía hacia tu cara con las babas colgando por la barbita.
El pollón de Robert engañaba a la vista. Sí, veintidós centímetros de rabo bien desarrollado y gordo, pero su apariencia de no ser tan grueso hacía que todos quisieran probar a hacerle una garganta profunda y es ahí donde se daban cuenta de que pocos podrían alcanzar la gloria de besar sus pelotas. Rico lo intento, vaya que sí. Las venas hinchadas del cuello, la cara roja, arcadas incontrolables cuando el rabo atravesaba la garganta. Se metió como dieciocho centímetros y se dio por satifecho, sacándosela de vez en cuando para tomar aire.
No hacía falta que le dijera: eh tio, que me la quiero comer entera. Estaba claro que quería hacerlo, así que Robert se puso de pie con el pito duro y larguísimo al frente y Rico se la volvió a mamar de rodillas. Le impresionó la mirada de ese tio con esos ojazos verdes. Estaba perfecto para meterle un facial, pero por no perder diez o quince minutos que le hubiera costado recuperar la cordura, prefirió quitarse esa idea tan guarra de la cabeza y le dio una paliza con la polla en los morros, rebozándole el rabo por los labios húmedos de lado a lado.
Le ayudó a tragar empujando por detrás de su cabeza. El tio no cejaba en su empeño. Arcada tras arcada. La polla cada vez más mojada, más resbaladiza. Casi lo consiguió. Ese cabronazo era un máquina chupando rabos y también tenía sus técnicas especiales para pajear pollas. Si el sueño húmedo de un hetero era calzar la polla entre un par de tetas, seguro que cualquier hombre apreciaría frotar su rabo sobre el pectoral musculado y firme de otro. Y eso era lo que hizo Rico, plantar ese enorme rabo caliente y duro en su pecho, poner la mano sobre la parte superior de la polla y moverse para pajearlo, tal y como una tia haría con sus domingas.
A cuatro patas, Rico estaba igualmente de vicio. Ese culazo que tenía era una locura, con las nalgas redonditas y esa rajita, esa hendidura rosácea por la que apetecía meter todo, la lengua, los morros, la nariz, la verga. Ese culazo convertía a los hombres en perros, en animales. Robert le comió el ojete y, aprovechando que el chaval calzaba bien, le cogió la polla pasando la mano entre sus piernas y se la metió por detrás, dejándola firme y con el cipote haciendo palanca sobre el cojín del sofá que tenía debajo.
Había llegado el momento. Los dos se prepararon. Rico separó las rodillas para abrirse un poco más de piernas. Era una locura mirarle por la retaguardia, ver su rabo campanear entre sus piernas. Robert se masturbó la polla acercándose a su objetivo, flexionó las piernas y la dirigió hacia el hueco. El capullo entró sin problemas, la soltó con la mano y comenzó a hundirla sin condón por el agujero.
Rico soltó un gemido de gusto. Su cara lo decía todo. Una mueca de placer hacia la derecha, el ceño fruncido en señal de rendición, las piernas que le flojearon durante unos breves segundos. Era lo que tenía ser empotrado por más de veinte centímetros de polla bien calzada y más si te la metían profunda hasta dejarte los huevos apretados contra la raja del culo.
Después de eso, Rico cabalgó sobre la gigantesca polla y el placer fue mutuo. Ahora las vistas de Robert eran cojonudas. No podía pedir más. Un tio guapo saltando empalado sobre su verga, cuerpazo musculadito y su polla y sus huevos rebotando y rebozándose contra su torso. Igual que ya le pasó antes cuando pensó en meterle un facial, le pasó ahora, pensando en dejarle una buena preñada.
Rico se sacó la polla del culo antes de que pudiera inseminarlo y se arrodilló en el sofá echando el culete hacia atrás. Quería que Robert le volviera a dar por la retaguardia, que le dominara otra vez con esa enorme cigala de macho. Robert lo hizo encantado, le culeó zumbándose el agujero y después le hizo darse la vuelta dejando el culo en el reposabrazos para poder seguir follándoselo de pie.
El cuerpazo de Rico ahí tumbado, húmedo por el sudor, embellecido por el reflejo que entraba por la ventana, le dejó loco. Se abalanzó hacia él para verlo de cerca, para mirarle a la cara, frente a frente, empezó a propinarle un pollazo tras otro sin control, sin poder detenerse. Sintió la llamada del cielo pero no frenó, siguió adelante hasta que la leche casi salió de su polla. Al final frenó.
Se la sacó mojada del agujero y se agachó. Metió su cabeza entre las piernas de Rico y le lengüeteó los cojones ayudándole a finalizar la paja que se estaba haciendo. Le miró sonriendo pícaramente mientras Rico se dejaba toda la leche encima, desperdigada a chorrazos inconexos por todo su cuerpo y su brazo.
Desde que era pequeño, Robert tuvo que aguantar de las chicas, igual que todos los tios, que le dijeran que a ver si apuntaba bien en el retreta a la hora de mear. Ellas no tenían ni idea de lo difícil que era controlar la meada recién levantados, pero no iba a perder ni un segundo en explicarles cómo amanecía su polla o el funcionamiento de un pene a lo largo del día cuando se lubricaba la raja del cipote y tal.
Y si un tio no podía controlar hacia donde echaba el chorro de pis, cómo iba a controlar los lefazos de una corrida. Claro, que eso sí que les molaba a ellas. Correrse sobre la cara de Rico no había sido nunca una opción, había sido siempre su objetivo. Se pajeó el rabo encima de ella y, sin poder controlar la leche a presión que salía por su polla, con el primer lefazo le dejó ciego de un ojo.
El resto se lo depositó sobre los pelos de la barba y el bigote, sobre la lengua y en el pectoral con el que muy sabiamente le había hecho antes una cubana. Rico abrió el ojo por el que todavía veía, miró a Robert y le sonrió, alabando esa potencia de saque que, como hombre que era, no hacía falta que nadie le explicara lo difícil que era de controlar.