Solía codearse con los chicos de su edad en el instituto, para salir de fiesta, hacerse unas pajillas y alguna follada furtiva entre colegas, ya fuera en los baños de un club de mala muerte como en un descampado a la luz de los faros de los coches. Para Archie los tios con apariencia de maduritos estaban fuera de su radar hasta que conoció a Daniel.
Su entrenador de boxeo le enseñó a dar duro, cada tarde a la puesta de sol bajo el puente. Allí comenzó a enamorarse de sus ojos, de esa bonita sonrisa de dientes blancos que te dejaba KO y a apreciar la belleza del cuerpo masculino en todo su esplendor, deseando llegar en ese perfecto estado de forma cuando tuviera su edad.
Tras el esfuerzo de la tarde, el entrenador se lo llevaba a casa y le daba otro tipo de clases que sin duda aprovecharía para aventajar a sus colegas del instituto. Le encantaba besar el pecho de lobo salpicado de canas, bajar por los marcados abdominales de su torso y llegar hasta esnifar el olor a rabo que rezumaban los calzones de algodón. Se los bajaba y se metía en la boca esa larga picha bien dura mientras se dejaba coger de los pelos, obligado a mamar polla.
Esfuerzos por no correrse es lo que tenía que hacer cuando llegaba su turno de dar rabo a ese macho, viendo cómo su duro pollón se colaba dentro de esa boquita adornada por la barba y los bigotes canosos. Después le agarraba la verga a Daniel y la introducía con ganas dentro de su culo, sin condón, sentándose encima, dejando caer el peso de su cuerpo, introduciéndose cada apetitoso centímetro de esa lanza.
Su trasero se convertía en un exprimidor de pollas salvaje. Saltaba tan alto y con tantas ganas que el rabo de Archie no paraba de bailar, de frente dando unos buenos hostiazos en los abdominales de Daniel y de espaldas azotándole el interior de los muslos. Le dejó su culazo para que le diera por detrás a pelo y mientras se lo follaba, se dejó la paja en el sofá.
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