Cuando apenas eran unos adolescentes pajilleros, Adam Ramzi y Nate Grimes se emocionaron viendo juntos su primera peli porno. Se suponía que iban a ver una de tias con peras enormes tragando grandes rabos, pero al ponerla resultó que alguien había intercambiado la cinta dentro de la caja y se extrañaron al ver nada más que tios que hacían paraditas en meaderos perdidos de la mano de Dios en mitad del desierto.
Sea como fuere, ver a tios meando, mirándose, tocándose los rabos y agachando para comer nabos, les puso igual de cachondos y desde ese día se prometieron a sí mismos que cuando tuvieran trabajo y suficiente dinero, contruirían una casa perdida en algún camino del condado para gozar a solas de esas sensaciones destinadas tan solo a los hombres.
El aspecto de macho de Adam volvía loco a Nate. Su guapísima y atractiva cara, con esos ojazos, su torso musculoso y peludo, sus biceps bien marcados cuando subía los brazos para dejarse lamer los sobacos y esa pollaza gorda y amorcillada de tio grandote y potente que tenía entre las piernas esperándole para ser devorada. A Nate le gustaba bendecir los alimentos antes de comerlos y por supuesto pedir permiso. Una miradita a Adam, que le daba su beneplácito y empezaba a comerle todo el tronquito.
Nate tenía un culazo tragón y con el paso de los días se había vuelto más tragoncete todavía teniendo a su lado a semejante macho. Adama sabía trabajarlo bien. A Nate le gustaba tanto ser tocado por un hombre así, que terminaba expandiendo el agujero de su culo hasta límites insospechados, hasta que Adam le metía el puño por el culo como si tal cosa.
Pero lo que verdaderamente adoraba era sentir la boca hambrienta de Adam en la raja de su culo, sentir el calor de su aliento penetrándole el ojete, el tacto rugoso de su lengua, el raspado de su barba y después todo ese cuerpazo abalanzándose sobre su espalda y poseyéndolo mientras le metía la pija a pelo por el culo.
Después de correrse, le gustaba tocar el punto más débil de Adam, sus tetillas. Podía tirarse horas lamiéndole esos pezoncitos duros y suaves, azotándoselos con la lengua, sentis el jadeo de unos gemidos de placer que se incrementaban hasta que el muy cabrón se llenaba la panza de esperma.