Acostumbrados a tener montones de apps de citas en el móvil donde encontrar lo que quisieran cuando lo necesitaban, Edward Terrant y Leo Louis iban a descubrir cómo se ligaba antes de eso, cuando una simple sala de espera podía convertirse en un lugar donde intercambiar miradas y donde no era necesario contar con palabras lo que estas ya expresaban por sí solas.
Sin muchos sitios a los que ir, porque todavía vivían con sus padres y también sin mucho dinero con el que subsistir, puesto que todavía estaban estudiando, unos aparcamientos de una parte abandonada de la ciudad y la parte trasera de un coche fueron su lugar de encuentro. Besos, ganas de descubrir los secretos del mismo sexo. Al descubrir el pollón largo y gordo de Leo, Edward corroboró su amor por los rabos.
No supo por dónde empezar a comerlo, pues nunca había tenido uno así de grande a tiro, así que le dio unos lengüetazos en la raja del cipote y el frenillo antes de metérselo en la boca, con tantas ganas que lo hundió más de la cuenta hasta su garganta dando como resultado una arcada cargada de saliva. Cuando se puso de rodillas mirando hacia el respaldo y sintió las manos calientes de Leo agarrándole las nalgas y su lengua acicalándole el agujero de entrada, sintió un placer inmenso.
Para cuando volvió a cruzar la mirada con Leo, este estaba sentado en uno de los asientos traseros, con la frente sudada y el pelo algo mojado, sonriéndole con cara de cerdo vicioso mientras se agarraba la polla con una mano y se la zarandeaba toda enorme, esperando a que Edward tuviera los arrestos de sentarse encima y clavársela entera. Edward le dio la espalda, pasó una mano por detrás agarrándole el pijote y se la hundió por completo haciéndola desaparecer dentro de su agujero.
La parte trasera del coche se convirtió en un lugar para hombres. Se habían olvidado de abrir las ventanas, así que allí dentro hacía tanto calor que empezaron a sudar como pollos. Pero estaban a gusto así, oliendo a machote, descubriendo lo guarro y divertido que podía llegar a ser hacerlo en un lugar tan cerrado y reducido. Abierto de piernas, totalmente entregado, Edward vio en Leo a su soldadito y le dejó entrar como perico por su casa, con ese misil enorme entre las piernas, venoso, gigantón y con un par de huevos colgando bien cargados de munición.
Se corrieron casi a la vez, sin quitarse ojo, dando bestiales zurcidas a sus pollas, entrechocando los puños hasta soltar toda la leche. Cuando Edward creyó que todo había acabado, Leo se inclinó hacia él, le enderezó la polla corrida con la mano y le mamó la polla con toda la lefa encima. La vio salir de entre sus labios, por los que colgaban lefotes y babas. Entonces un gusto tremendo le invadió de nuevo y soltó un último espasmo de felicidad.